Autor: RICARDO CANDIA CARES
El triunfo estratégico de la cultura ultraderechista, que se extiende a sus anchas hasta donde alcanza la mirada y la suposición, tiene en la otra cara la increíble desolación paralizante de quienes alguna vez, de verdad, de corazón y convicción, creyeron y se la jugaron por el proyecto más patriótico y popular que alguna vez se haya esgrimido en este país como propuesta política.
Esa izquierda que ya no es, que se asfixió en algún momento cuando la realidad ya no pudo entrar por su propia voluntad en sus propuestas y declamaciones.
Y cuando las teorías previamente podadas no dieron abasto para la comprensión de lo que era necesario entender, ni para cambiar aquello que era necesario.
La victoria cultural de la derecha tiene como soporte inestimable la cobardía de lo que alguna vez fue la izquierda, entre otras, esa que amenazaba con tomarse el poder y consideraba a Salvador Allende un reformista que no pensaban en la revolución.
Hoy, cualquiera de las medidas que sostenían el programa del gobierno popular incluidas las cuarenta primeras, no solo no serían posible, sino que se considerarían inconstitucionales y a quienes las levantaran como propuesta serían catalogados de extremistas que quiere reventar al país, irresponsables, populistas, chavistas desfasados, etc.
Quizás estarían presos.
La histórica herencia del proceso que dio origen al gobierno más importante que ha habido en la historia, si se mira desde la perspectiva de los pobres, comienza a desvanecerse en el horizonte de la desmemoria y el renunciamiento. Cuando no de la cobardía.
Salvador Allende y su sacrificio que intentó un legado moral que sancionara a los criminales, deviene en un lugar común que es imposible driblear para los sostenedores del poder, y, a las perdidas, se refieren a su nombre con un toque de agua sin gas, a café aguachento, a historia sin gente detrás: sin convicción ni pasión.
Como si solo fuera un dato estadístico o una fecha incómoda.
Salvador Allende y el Gobierno Popular arde en esas bocas. Incomoda. Molesta. Puede detonar la irritación de la ultraderecha, el qué dirán del facherío. Y, por qué no, la vergüenza de quienes debieron defender eso que gritaban con consignas definitivas y que se acobardaron en el momento de los quiubos. Esos que luego de hacerse millonarios, viven cómodos y satisfechos en los barrios en los que antes vivía solo el enemigo.
Otros se conforman con dejar una corona de flores a los pies de su estatua y luego esperan a que se marchite.
Innumerables libros se editaron con ocasión del cincuentenario de la asonada que demolió la superficial democracia burguesa, pero democracia al fin, sobre la que el gobierno Popular se propuso cambios de fondo.
Como hemos sabido siempre, no hubo tal quiebre democrático: hubo traición, cobardía, una conspiración de la CIA y sus agentes locales puntualmente pagados y la inexplicable debilidad de quienes debieron haberle perdido el miedo a la muerte. Y despreciables que se arrendaron por un puñado de dólares diarios para crear el pánico.
Investigadores, académicos, artistas, organizaciones y escritores se devanaron el seso tratando de descubrir la mejor y más original perspectiva para la denuncia original, el punto de vista novedoso, la revelación inédita con ocasión del cincuentenario del Golpe de Estado.
¿Qué quedó de eso? Nada.
Sería importante saber dónde estuvo el pueblo, la gente llana, los perdedores, las víctimas del orden, en esos días de conmovedora conmemoración.
La izquierda tiene una deuda respecto del estado actual en que campea sin oposición alguna la hegemonía de una derecha cavernaria, criminal, cruel, mentirosa y ávida de riquezas al costo que sea: no ha sido capaz de levantar una idea nueva en un mundo que cambia veloz y ligero, aunque aquí no se note.
El abrupto corte cultural, esa interferencia que desligó la enorme experiencia de combate durante la dictadura y lo que vino, explica en gran medida el estado de postración de la izquierda y la victoria de la extrema derecha más extremo. De eso, pocos se han ocupado.
Y muchos le hacen el quite.
El caso es que, de pronto, casi tan rápido como la entronización de la izquierda neoliberalizada en la forma de los gobiernos de la Concertación/Nueva Mayoría, toda la mística, fuerza, convicción, decisión y experiencia ganada en diecisiete años de combatir, digámoslo, con distintos énfasis, armas y objetivos, se perdió en algún recodo de la rendición pactada y ocultada.
¿Dónde están los que lucharon día a día por terminar con la dictadura? ¿Dónde están esos dirigentes que eran capaces de enfrentar el terrorismo de Estado, la persecución, el miedo y la muerte cercana? ¿Dónde está esa cultura de la resistencia y la lucha contra la dictadura?
¿Están viejos o muertos? ¿Desencantados y abatidos? ¿O quizás azotados por una nostalgia abrazadora? ¿Prisioneros de la pena de no haber podido?
Debería ser investigada como una rareza de la historia la pérdida del empuje que traíamos en las postrimerías de la dictadura, la experiencia organizativa del combate diario, de las acciones cada vez más audaces y que comenzaban a acorralar al enemigo que respondía con la fuerza bruta a quienes todavía no tenía con qué ripostar. Y de miles que mostraban su disposición a marchar al combate.
Habría sido lindo.
La resistencia y combate a la dictadura asumió formas notables en su diversidad y calidad. Sobre la marcha, sin experiencia y con más ganas que técnica, se fueron afinando métodos conspirativos, armamento casero, formas de organización social y combativa. Hubo una operación que intentó dotar al pueblo desarmado de medios combativos que equilibraran las cosas.
No se pudo. Extrañamente, no se pudo.
Habría sido un ejemplo de alcance universal. Quizás ese fue el temor escénico que paralizó a los burócratas que debieron tomar las decisiones que esperaba un contingente de heroicos, disciplinados, aguerridos, sufridos y experimentados combatientes venidos directamente del pueblo que dijeron representar.
Quizás jamás se sepa la cantidad de libros, discos, películas, esculturas, documentos e infinitas jornadas intelectuales, académicas, artísticas y de las innumerables calles y plazas de los más diversos países que se nombran Salvador Allende. En regiones inimaginables se cantan las canciones que se cantaban entonces en nuestras Alamedas, ahora sí con mayúscula.
Se sabe de países africanos que asumieron planes sociales que se concibieron durante y para el Gobierno Popular y los desarrollaron con notable éxito.
Quienes hemos escuchado el Venceremos en lenguas remotas podemos decir de esa emoción indescriptible.
La solidaridad de los pueblos del mundo, dicen muchos, fue más amplia y extendida que la que se desplegó por la guerra de Vietnam.
Países solidarios ofrecieron su ayuda internacionalista para formar cuadros profesionales, políticos y militares apelando al legítimo derecho que les asiste a los pueblos subyugados por tiranías sangrientas a defenderse.
En este acto de amor de los pueblos brilló con luz propia la noble Cuba que compartió lo poco que tenía y jamás dio las sobras.
Los acuerdos secretos que tiraron por la borda de la historia esa gesta dejaron al pueblo con las manos vacías y en alto. Con el sobresalto de la derrota a flor de piel. Con la sensación de fracaso alojada donde de común está el corazón.
Lo que vino a continuación fue una farsa en la que el abandono de principios, estrategias, experiencias y una riquísima cultura de combate fue el rasgo distintivo. Fue el triunfo de la pragmática del acomodo y la cobardía lo que definió lo que vivimos en este preciso día.
Algunos se encargaron de cortar la línea histórica que conectaba ese tiempo duro y heroico, con este de ahora blandengue y vergonzoso. Y se produjo una discontinuidad cultural que es casi imposible reconstruir desde la memoria de quienes vivimos esos tres años, cuyos días parecían los primeros y los últimos a la vez, y esos casi dos decenios de sacrificios imposible de cuantificar y valorar desde una posición de derrotados y vueltos a derrotar.
La idea fue olvidarse rápido de lo que había sucedido.
Y reiniciarlo todo para los nuevos tiempos del acomodo, de los nuevos poderosos, de los renegados, de los traidores, tránsfugas y marranos. Aquellos para quienes la historia termina en el horizonte que son capaces de ver desde sus podios y mansiones.
Ahora, entre esa gente linda y bien vestida, que huele bien y que considera la pobreza como una molestia estadística, se dice Salvador Allende con un tono neutro y desabrido, con cierta vergüenza y temor al qué dirán. No se dice Unidad Popular. No se habla de aquella época heroica y trágica con la justicia histórica que amerita.
En ninguna parte resuena la alegría de ese pueblo en marcha.
Los niños son criados en medio de una historia yerma y desprovista del color de la sangre y el aroma de lo heroico. Salvador Allende es una estatua en la que posan los turistas y no una fe, un corazón y una esperanza. Esa que nos hizo decir algo imposible hoy: yo creí, yo lo intenté.
Yo estuve ahí.
Salvados los inmorales y sinvergüenzas que se aprovechan de quienes sufrieron de verdad la tortura y la prisión, las miserables reparaciones sirven más como un recordatorio de lo caro que sale pelear. Parece que esa es la idea en monto y humillación.
¿Qué vincula el ardor cotidiano de la pelea contra la dictadura con este tiempo de cobardes y acomodados?
Solo la memoria de los viejos nostálgicos y el corazón del pueblo allendista que no olvida y cría a sus hijos contándoles historias en las que hubo una vez un pueblo y un presidente…
La historia la siguen contando los que ganaron y los que se dejaron ganar. Los perdedores aún aguardan su hora.
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