Autor: MANUEL CABIESES DONOSO
Más patética que despedida de circo pobre fue la última función –post elecciones del 15 y 16 de mayo- del circo político. Unos payasos se van pero otros se preparan para reemplazarlos. La derrota del sistema de partidos en la elección de la Convención Constitucional fue contundente. Los independientes obtuvieron 2 millones 320 mil votos. La coalición conservadora, 1 millón 173 mil. El bloque de seis partidos encabezados por el Partido Comunista, 1 millón 70 mil votos. La lista del Apruebo (los siete partidos de la ex Concertación), 825 mil votos. En la Convención habrá 48 constituyentes “independientes”; 37 de la derecha (entre ellos 17 de extrema derecha); 28 del bloque PC-Frente Amplio (7 comunistas, 9 de Revolución Democrática, 6 de Convergencia Social, y 6 de partidos menores) y 25 convencionales de la ex Concertación. También se cuenta uno o dos independientes entre los 17 convencionales de los pueblos originarios. Sin embargo, no todos los “independientes” son independientes. Los hay de izquierda, centro y derecha, muchos son ex militantes de partidos. La Lista del Pueblo, que obtuvo 27 escaños, agrupa a “independientes” más inclinados a la Izquierda. En cambio los 11 convencionales de la lista Independientes no Neutrales, son más cercanos al centro socialdemócrata. En resumen ningún sector tendrá por si solo la llave del cerrojo constituyente: ni el tercio vetador, ni dos tercios de mayoría absoluta. Si las agrupaciones neoconservadoras se mantienen unidas y dialogantes con la centroizquierda y los independientes moderados –lo cual no es fácil-, podrían guiar la Convención en un derrotero gatopardista que cambie todo para no cambiar nada. Existe, sin duda, el peligro que la Convención se construya con sal y agua y –¡otra vez!- el pueblo sea víctima de una estafa política.
Si esto ocurriera -por desidia de sectores políticos arracimados en sus intereses particulares- , el derrumbe definitivo de la institucionalidad sería un hecho que abriría paso a una aventura de derecha o izquierda.
El pueblo ha elegido un camino pacífico, democrático y razonable para cambiar los fundamentos de la Constitución y la selva de leyes y reglamentos que de ella dependen. Se aspira a cambios de verdad. La hojarasca ya está en la Constitución dictatorial de 1980 –con los apéndices de 2017-, cuyo artículo III consagra el derecho a la vida y la integridad física y psíquica de la persona y prohibe la aplicación de todo apremio ilegítimo (¡sic!). Reconoce también el “derecho” de los ciudadanos a la educación y salud. Y a un manojo de otros “derechos” democráticos en sus casi 130 artículos y disposiciones transitorias. Proclamarlos en la nueva Constitución no le dará frío ni calor a la derecha ni a la centro izquierda, co-autores de la cataplasma que tenemos de Constitución. Tampoco estarán en desacuerdo en reconocer el carácter plurinacional de la nación chilena. Lo mismo en admitir la igualdad de hombres y mujeres en los cargos de representación pública o de administración de las instituciones. Sobre todo aquello habrá consenso en la Convención. Lo que permanecerá intocable es el corazón de la Carta Magna: el modelo económico, capitalista y neoliberal, implantado por una dictadura mediante el terrorismo de estado. Para modificarlo, aunque sea parcialmente, se requerirá un ajedrez político y visión estratégica que hoy se encuentran perturbados por la dispersión y sectarismo.
Mientras se cuecen las habas de la Convención, los partidos están más interesados en las elecciones presidencial y parlamentaria de fines de año. Ocurre que el acontecer político y social marchan por carriles diferentes. Los partidos prosiguen imperturbables en su afán electoral. Para ellos es lo de siempre, pisan terreno conocido. Lo demostraron las elecciones municipales y de gobernadores, simultáneas con la de constituyentes. Con una abstención superior al 60%, los partidos tuvieron mejores resultados que en la elección de constituyentes. Partidos fuertes en lo municipal son pelos en la sopa de la Constituyente. La Democracia Cristiana, que fue un gran partido de masas, eligió solo un convencional, su ex presidente. Pero tiene abundantes alcaldes y concejales.
Los partidos están anclados en el pasado. Por eso las elecciones presidencial y parlamentaria de noviembre están en el centro de sus preocupaciones y no así el debate constitucional. Los que sí lo hacen son los avechuchos de las organizaciones empresariales y sus tentáculos ideológicos: los medios de comunicación, las encuestadoras de opinión y los think tank especialistas en manipular conciencias.
No obstante, a parejas con la política tradicional, están desarrollándose los embriones de poder popular sembrados por la rebelión de octubre del 2019. Millares de organizaciones del pueblo, derramadas por el territorio, desde ollas comunes a juntas de vecinos y clubes deportivos, tejen el entramado social de un nuevo poder. El poder popular en germen trae consigo la revolución cultural necesaria para derrotar la hegemonía ideológica del neoliberalismo. No obstante, el poder popular y la revolución cultural no tendrán éxito fácil. El poder del sistema de ideas del capitalismo -que incluso alcanza a sectores de izquierda-, impide un salto revolucionario. El consumismo enloquecido ha retornado por sus fueros. Lo alimentan más de 80 mil millones de dólares de los ahorros previsionales de los trabajadores y los bonos que distribuye el Estado. Las importaciones de bienes de consumo alcanzan en los primeros cinco meses del año a más de 8.700 millones de dólares, entre automóviles, computadores, celulares, televisores, electrodomésticos, etc.
Ante esta realidad resurge la necesidad de construir una Izquierda socialista (del socialismo de este siglo, por cierto) dotada de una táctica que permita avanzar en la construcción del poder popular y de la revolución cultural.
En el plano político tradicional las elecciones presidencial y parlamentaria de este año tienen importancia en la medida que viabilicen las tareas de la Convención Constitucional y protejan las movilizaciones populares que presionarán por cambios profundos.
Para cumplir la función que les está señalada para ese periodo, los partidos tradicionales democráticos deberían actuar unidos. Tienen un historia común en pactos electorales, gobiernos comunales, incluso han gobernado el país en coalición. Ninguno puede aplicar cánones moralistas –al estilo de “no me tiznes dijo el sartén a la olla”-, que se han convertido en vallas insuperables para derrotar a la derecha en las elecciones de noviembre. El sectarismo hizo imposible la lista única de candidatos a la Convención y el cuento se repite hoy con los mismos argumentos.
Hay que tomar los ejemplos que dieron las fuerzas populares en la Región de Valparaíso, en la comuna de Santiago y en otras localidades donde la unidad de partidos políticos y organizaciones sociales permitió alcanzar la victoria en gobernadores, alcaldes y concejales.
La alcaldesa electa de Santiago, Irací Hassler, comunista, “fue electa candidata en una primaria de un proceso programático del que participaron todas las fuerzas de la Izquierda, incluyendo no solo al PC y al Frente Amplio sino que otras organizaciones como el Partido Igualdad y el Movimiento Patriótico Manuel Rodríguez, y medio centenar de organizaciones sociales de la comuna, como juntas de vecinos, clubes culturales, la Coordinadora Nacional de Inmigrantes, asambleas territoriales y cabildos populares. Este proceso concluyó con un programa de Alcaldía Constituyente (así se llama) y la candidatura de Irací, cuya gestión está comprometida con una amplia participación ciudadana” (1).
Este es, sin duda, el camino para la construcción del poder popular y la batalla de ideas de este tiempo. No hay que detener la lucha social a la espera de las resoluciones de la Convención Constitucional. El pueblo debe impedir que los cacicazgos electorales aborten el cambio social y político que necesita Chile.
MANUEL CABIESES DONOSO
1 de junio de 2021.
(1) Acotación de Manuel Hidalgo Valdivia, de la Coordinadora Nacional de Inmigrantes.
(2) Errare humanum est: varios lectores han reparado un error en mi columna “El pueblo habló, ¿cachai”. El demócrata cristiano Jaime Ravinet, en efecto, fue el primer alcalde de Santiago después de la dictadura, no Joaquín Lavín que fue el segundo. Agradezco la rectificación.
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